jueves, 2 de febrero de 2006

INFANCIA





La buhardilla,  de unos setenta metros cuadrados, estaba dividida en 4 estancias,  la cocina y el pequeño salón, a la derecha dos habitaciones y a la izquierda, la tercera. Allí vivían apretujados, los ocho miembros de la familia.
 María y Gloria dormían juntas, Manuél  el mayor y Francisco en la segunda, la mayor de las chicas Pepa en la tercera  y en piso de abajo había una para los padres y otra minúscula para Toñito.
 Las puertas no existían, usaban cortinas que se cambiaban pasados unos años.  Las cuatro pequeñas ventanas de guillotina donde se apoyaban para charlar con los de abajo eran de color verde. Su madre se asomaba a menudo a ellas para llamarlos a comer o cenar.
La habitación de los abuelos estaba en el piso de abajo, al lado del comedor y entre los dos espacios había un arco con cortinones color granate. Otra más pequeña estaba vacía para cuando venía la tía Lola con sus dos hijos, su marido nunca fue a visitarles, siempre se quedaba en La Línea, así que ellas dormían juntas y el pequeño Manolillo se iba a la de Toñito.
La abuela no les dejaba usar el baño del piso de abajo, usaban los orinales, y lo otro lo hacían al lado del gallinero y la cochinera, en uno de esos váteres de asiento de madera.
  Gloria odiaba ese lugar, estaba lleno de telarañas y las arañas parecían mirarla mientras lo usaba, así que salía corriendo en cuanto había acabado.
 Un día al abrir la vieja puerta de madera, un gato salió volando sobre su cabeza. El grito de la niña lo oyó toda la casa. Le gusta la gata Luna, gris y suave que llevaba en la casa toda la vida, pero en general no le gustaban los animales y no por nada, sino que Gloria pensaba que debían tener su hábitat natural.
 Se bañaban en una gran tinaja y el agua había que ir a buscarla al pozo del jardín  en cubos y jofainas.
Allí estaba el lavadero para la ropa, el tendedero de alambre y un columpio en un ciruelo construido por  el abuelo para los pequeños.
La hora del baño los sábados era agradable, el  agua humeante y  el olor a polvos de talco y colonia.  El banco de piedra, delante de la sastrería era el sitio donde se sentaban todos y allí iban a que el sol les secara el cabello. Rubios como el dorado maíz y de ojos azules, el parecido era de la familia paterna, los morenos de ojos castaños a la materna.    El resto de la semana se las  arreglaban  con palanganas que llenaban con agua de los cubos. Las liendreras  estaban a la orden del día junto a un líquido que olía fatal. Más de una vez había que cortarse mucho el pelo.
En verano de vuelta de la playa, asaban sardinas en una gran parrilla, sacaban fotos, comían las frutas de los árboles y las tazas de loza blanca donde bebían vino tinto los mayores, incluían una manzana asada dentro.
 El horno de la prima Julita estaba a unos metros de la casa, allí se asaba de todo, se hacían empanadas y roscones y se iba a por el pan a primera hora de la mañana para desayunar, untado de mantequilla. A Gloria le gustaba comerlo con aceite de oliva y espolvoreado de azúcar. Las naranjas típicas de la región llenaban las ramas de los naranjos en la parte de atrás de la casa, su sabor más ácido y fuerte la hacían fruncir el ceño.
Para acceder a la buhardilla, usaban una escalera de madera interior de 17  escalones, el primero era de cemento gris y  la pequeña Gloria los bajaba una y otra vez boca abajo cuando jugaba.  Como una lagartija.
En el bajo de la casa había una pequeña escuela para los niños del lugar. Doña Concha era la profesora. Más tarde se usaría como chatarrería por un hombre viejo y sucio.
La hora de la siesta era sagrada, pero la niña siempre se escapaba a casa de la tía Aurea a ver la tele,  el  Gato Félix tenía un lápiz mágico e iba donde quería, la tele era la novedad. Solo la podían comprar los que tenían mucho dinero.
 Gloria adoraba aquella casita que su abuela  negó a sus padres. Le parecía una injusticia que allí vivieran cuatro personas y ellos fueran ocho en la buhardilla.
La abuela Concepción  se llevaba a la niña con ella a veces cuando iba con la “patela”* sobre la cabeza a vender sardinas que traía el abuelo. Otras veces iban a los mercadillos cercanos y la niña siempre volvía a casa con unas monedas regaladas por gente conocida de la familia.
Había tardes que visitaba a una vecina muy anciana, amiga de la abuela y que le contaba cuentos y anécdotas; sentada a sus pies sobre una pequeña silla escuchaba atenta todo lo le contaba, esta familia tenía una carpintería y el olor de la madera y las virutas junto al ruido de la sierra, eran muy  agradables para la chiquilla, igual que el olor del betún cuando amontonaban en el patio todo el calzado y se ponían a sacarles brillo.

*Cesta cuadrada de mimbre.